Dienstag, 2. Oktober 2007

Crónica de un minibus

“¡Centro, Centro, Villa Santos, Centro!”, grita una voz con un penetrante galillo idiosincrásico.

Termino de bajar el puente peatonal y veo un bus con las características del Cootransnorte, la ruta que me lleva diariamente a casa. Un tipo se asoma por la ventana al percatarse de mi presencia y pregunta: “Habla mono, pa’ donde?”

Raro. Yo no soy mono. “Villa Santos, men.”

“Embárcate!”

José, el conductor, está distraído arrojándose miradas de desafiantes con los otros buseteros, quienes le corresponden. Que cómo se su nombre? Pues la calcomanía en el espejo retrovisor me lo dijo.

Son las 6:00 pm, hora pico por excelencia de la guerra del centavo. Su amigo/camarada/asistente de bus recibe el pago del pasaje. El calor es insoportable.

“¡Centro, Centro, Villa Santos, Centro!”, vuelve a gritar la voz ahora más familiar y chillona de lo que quisiera. El bus no ha llenado aún su máxima capacidad. Esto va para largo, considerando que los vehículos con características similares al Cootrasnorte son de esos buses agrupados en la categoría “mini”; esto es, buseticas, mini-colectivos, etc, total, verdaderos bebés en comparación a un monstruo centenario como un Kra. 54 Uninorte, pero eso sí, no menos agresivos. Estos “bebés” saben correr.

A esta hora, los estudiantes salen como vomitados de la Universidad. Son muchos, y mientras que unos charlan alegremente, otros se ven desubicados. Más de uno revisa el nombre del bus antes de entrar, seguramente para no confundirlo con un bebé de características similares, el Prado Porvenir.

“Dale pue’!”, grita el asistente a busetero. Al lado suyo hay una mujer morena, que no se inmuta y que mira fijamente hacia la vía. Son tres los que conducen el bus. Vaya cosa.

José se asoma por la ventanilla, hace una maniobra y esquiva a los monstruos que le quieren ganar vía. Varios de los pasajeros, estudiantes y funcionarios de la Universidad incluso hasta Casta, la señora de la limpieza de Casablanca, que vamos sentados del lado izquierdo del bus, aplaudimos mentalmente la berraquera de José. Esos Uninorte no nos pueden retrasar! No señor!

A medida que empezamos a alejarnos de la Universidad a una velocidad más o menos alta y que nos podría causar un accidente más o menos grave, el insoportable calor empieza lentamente a apaciguarse mientras el insoportable olor a basura, que impregnaba a la Norte y su zona circundante desde esta mañana, empieza a desfilar más intensamente dentro del pequeño bus y se filtra a borbotones en nuestras narices. Una chica con cara de “Vanesa” hace una mueca de asco y se aferra a su IPOD.

Tal vez no aguantó la orgía de voces de los demás pasajeros charlando, todos rápida y fuertemente al tiempo, ya que en este bus, el ni la champeta, ni el reguetón suenan. El radio es un elemento inexistente en el bebé de José.

El viaje transcurre sin novedades. Los pasajeros seguimos siendo en esencia los mismos del principio, salvo una señora y una chica joven que se montaron por Makro. Ciertamente, estos busecitos no tienen nada que envidiarle a los grandes. Además de la ya mencionada velocidad, estos también vienen con los característicos y siempre a la moda asientos con forros de peluche, la caja de la plata llena de calcomanías, así como cualquier ventana o superficie que peque por desnuda.

Los asientos son igual de incómodos y anti-ergonómicos que en los buses grandes, y del techo cuelgan peluches y cd’s que Dios sabe con qué tipo de música animaron las fiestas de José.

Suena un celular, y José atiende. Su mujer lo mira directamente y de repente, se asoma la cabecita de una nena que mira a los pasajeros con cara dudosa. Puedo ver en su expresión que no nos tiene miedo… que está acostumbrada a que decenas de caras la examinen a diario y ella también a examinarlas de vuelta. Yanelis Paola, como me dice el “güinipú” que “guinda” del techo que se llama la niña, torna su mirada hacia la carretera que le saluda a gran velocidad, gracias a que la puerta permanece todo el tiempo abierta de par en par. Sí, le doy la razón a Yanelis, la carretera distrae. Le recuerda a uno que está viajando a velocidades considerables.

“Vanesa” se levanta y se asegura antes de acomodar su jean descaderado, mientras unos muchachos atrás responden instintivamente a su movimiento, no sin antes reaccionar yo también. Es mi parada.

“Hey llave, parada por favor!”, digo por los dos con una sonrisa. José me mira confundido. Supongo que no se esperaba tanta amabilidad. Pero cómo no se amable, si en cuando viajas en un bus-bebé el contacto pasajero-conductor se vuelve más… hm… inteso debido a la falta de timbrecito y la forma tan cercana y apretujadas en la que todos compartimos la experiencia.

José nunca detuvo realmente el bus. De hecho, Vanesa y yo saltamos y cuidamos nuestro equilibrio para no caer y no dar boleta. Seguidamente, el bus arrancó y se perdió entre la oscuridad de la noche Villasantina. Miro a Vanesa y esta, naturalmente, ya iba caminando rumbo a su casa que no conozco.

Yo me quedo allí, solo, en la calle sola, pensando en las aventuras que tendrá José a partir de ahora. ¿Será que recogerá muchos pasajeros? ¿Logrará ganarle a sus compañeros en la guerra del centavo? ¿Será que las cosas con su mujer estaban mal sólo ese día? ¿Dejará Yanelis de acompañar a su padre en su riesgoso trabajo para evitar salir estrellada contra el pavimento un día de estos, producto de un frenón?

Son interrogantes que seguramente olvidaré rápido, apenas llegue a mi casa y siga con mi vida… al menos hasta que la casualidad me lleve a viajar de nuevo con José y su Cootrasnorte.

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